La separación de los padres constituye siempre una crisis para los niños, la viven mal, pues para ellos supone la pérdida de la familia. Esta vivencia afecta a su conducta y respuesta socioemocional, genera cambios de estado de ánimo que pueden evidenciarse en el ámbito escolar y social. Algunos estudios concluyen que solo transcurridos dos o tres años, los niños logran tomar cierta distancia de la experiencia y pueden evaluarla desde una nueva perspectiva. La responsabilidad parental y el buen hacer de los padres, pueden minimizar las consecuencias al mínimo.

Sin embargo, en ocasiones los hijos se ven inmersos en los conflictos de los padres, llegando a posicionarse a favor de uno u otro; y esto solo puede ocurrir si uno o los dos progenitores lo provocan.

La involucración de los menores en el conflicto de los progenitores, puede llegar a constituir maltrato infantil y una vulneración clara de los derechos de los niños, pues se les inflige un daño añadido que pueden arrastrar toda la vida. Los niños sufren una enorme situación de estrés cuando uno o ambos progenitores los manipulan, lo que puede ser antesala de trastornos de ansiedad en la etapa adulta, así como que se repitan patrones vividos, lo que dificultará la elección y las relaciones de pareja.

Hay tres excusas comunes para involucrar a los hijos:

  • Reafirmarse en que se ha tomado la mejor decisión al separarse (sea cual sea el verdadero motivo), o demostrar al entorno que el otro progenitor se ha equivocado (cuando es el otro progenitor el que ha tomado la decisión).
  • Cumplir con una mal entendida responsabilidad parental, haciendo que el hijo sea consciente de lo “malo” que es su otro progenitor, enseñándole que no merece su amor y respeto.
  • Hacer sufrir al otro progenitor, tanto como aquél le ha hecho sufrir.

Los padres -a veces- no saben, no son conscientes o prefieren ignorar, que sus comportamientos provocan efectos muy perjudiciales en sus hijos. Los menores no tienen capacidad para razonar y asimilar unos acontecimientos que no les competen, carecen de preparación, conocimientos ni perspectiva suficiente e independiente, y no saben ni pueden evadirse.

Los sentimientos de los hijos, al verse involucrados en los conflictos de los padres varían según la edad:

  • Los niños de entre 3 a 5 años, en general, tienden a sentir miedo a perder al progenitor que continua viviendo con ellos, porque el otro ya ha salido de sus vidas y no son capaces de entender por qué, creyéndose responsables de lo ocurrido.

Las actitudes más habituales son las rabietas, gritar, empecinarse con el objetivo de llamar la atención del adulto; o bien convertirse en un niño “bueno” para no dar motivo a ser abandonado; también puede sufrir regresiones, volver a ser “pequeño”, a las etapas donde se sentía seguro; o utilizar la fantasía para proyectar su miedo y frustración.

 

  • Los niños de entre 9 a 12 años tienen mayor capacidad de comprensión y pueden tener reacciones contrapuestas: desde un aumento en la actividad escolar y/o deportiva y/o social hasta alteraciones psicosomáticas. Una de las cosas más llamativas en esta etapa es que los niños pueden establecer relaciones de alianza con uno de los padres, lo que suele suponer el rechazo del otro.

 

  • Entre los 13 a 18 años, en estas edades dependerá mucho del grado de madurez y calidad de la relación anterior del menor con ambos progenitores. Suelen sentir sentimientos de pérdida y vacío, presentar dificultades de concentración, cansancio,… -que no deben confundirse con actitudes adolescentes-; las ideas de suicidio pueden agudizarse en estas edades. En algunos adolescentes puede aparecer el síndrome de “Peter Pan”, el adolescente se niega a crecer y evita asumir responsabilidades y se desentiende de los problemas. Muchos asumen el papel del progenitor ausente, preocupándose por cuestiones económicas, domésticas o personales del progenitor con quién conviven, que no les corresponden.

 

Es responsabilidad -legal, moral y social- de los padres, procurar que sus hijos consigan llegar a la edad adulta y puedan enfrentarse a su propia vida (personal, laboral y social), que ya será de por sí complicada, sin necesidad de hacerles vivir la vida y sufrir unos errores que no han cometido